Iraq and the Pathologies of Primacy
The Flawed Logic That Produced the War Is Alive and Well
En agosto de 1941, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill se reunieron en el USS Augusta en las aguas de Terranova para hablar sobre la guerra que entonces cimbraba a Europa y Asia. Mientras ponderaban el futuro, recordaban el pasado. Sabían que las privaciones y las divisiones propiciadas por la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión desembocaron a la larga en la devastación de la Segunda Guerra Mundial.
El Presidente y el Primer Ministro estaban decididos no solo a ganar la guerra, sino a sentar las bases de una paz más duradera. En la Carta del Atlántico, que dieron a conocer durante su encuentro, expusieron su muy conocida gran visión para el mundo de la posguerra. Pero un punto focal suele pasarse por alto: la Carta promovía una recuperación económica mundial diseñada para detonar una convergencia, lenta pero continua, entre los países ricos y los pobres. El objetivo era reconstruir e industrializar países para allanarle el camino a un planeta sin “necesidades ni miedos”.
En junio de 2021, el Presidente de Estados Unidos, Joseph R. Biden, y el Primer Ministro del Reino Unido, Boris Johnson, se reunieron en las costas de Cornualles para firmar la nueva Carta del Atlántico, uno de los muchos comunicados y compromisos de ambos desde el inicio de la pandemia de covid-19, la crisis internacional más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Pero para prevenir una crisis futura, la comunidad internacional necesita ir mucho más allá de lo que se señala como posible en tales declaraciones y en las expresadas más recientemente por los líderes del G-7.
Como ocurrió a mediados de la década de 1940, el mundo actual necesita un paradigma de desarrollo totalmente nuevo. Las fallas sistémicas saltaron a la vista con la pandemia, que dividió al mundo entre los países que pudieron sortearla y los que quedaron abrumados. Tal divergencia dejará a gran parte del planeta sumido en el miedo y la necesidad, a menos que Estados Unidos y otros países tengan el valor de promover la seguridad humana para todos. En el largo plazo, la inseguridad se extenderá a todos los países y el mundo será cada vez más vulnerable a los efectos del cambio climático, a las pandemias y a un retroceso de la democracia.
Este destino puede evitarse. Los dirigentes de hoy tienen la oportunidad de acordar un estatuto del covid-19 que comprometa a los países a dar los pasos necesarios para vacunar a todos y prevenir las consecuencias del cambio climático. Los líderes en los países más ricos ya están tomando medidas internas en ese sentido, pero para prevenir la siguiente crisis, sus gobiernos y los gobiernos de los países de ingresos bajos deben hacer lo mismo en el mundo en desarrollo. Para lograrlo, Estados Unidos y el resto del mundo deben comprometerse y poner en marcha un nuevo pacto internacional, para que la humanidad esté equipada para encarar los grandes desafíos del futuro.
Meses después de la reunión de Roosevelt y Churchill a bordo del USS Augusta, los formuladores de políticas públicas de Estados Unidos y el Reino Unido empezaron a planear un orden internacional para la posguerra que garantizara que sus fuerzas armadas nunca combatieran en una tercera guerra mundial. En julio de 1944, mientras seguía la batalla en Normandía después del desembarco del Día d, los funcionarios estadounidenses y británicos recibieron a representantes de otros 42 países en Bretton Woods, New Hampshire, para crear un sistema multilateral que reiniciara el crecimiento, reabriera el comercio y reaccionara a las crisis.
Entre los resultados logrados están las instituciones de Bretton Woods, diseñadas para industrializar e interconectar las economías con el fin de evitar las divergencias que resultaron tan costosas antes de la guerra. El Banco Mundial financiaría a los países soberanos para que reconstruyeran y luego sentaran las bases para un crecimiento generalizado, mientras que el Fondo Monetario Internacional (FMI) apagaría los incendios económicos antes de que se intensificaran y extendieran.
Estados Unidos desempeñó un papel principal como impulsor del crecimiento mundial. Mediante el Plan Marshall, invirtió más de 13 000 millones de dólares, equivalentes a 150 000 millones actuales, para reconstruir las industrias y la infraestructura devastada en dieciséis países europeos. En 1961, el presidente John F. Kennedy creó la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), que consiguió éxitos tangibles a pesar de que su optimismo inicial se apagó por el fracaso en Vietnam durante la Guerra Fría. Su respaldo a Corea del Sur, por ejemplo, contribuyó a la fortaleza agrícola e industrial del milagro económico de ese país, el cual resulta incluso más sorprendente dada la desolación que priva en cuanto se cruza la frontera con Corea del Norte.
No sorprende que estas iniciativas reflejaran el estadocentrismo de esa época. Los dirigentes de Occidente temían que fascistas, comunistas u otros radicales aprovecharan el descontento con la economía para gestar y materializar amenazas a la seguridad de países vecinos y el resto del mundo. Así que, con el fin de evitar otra guerra mundial y promover la estabilidad, buscaron modernizar las economías para que cada Estado pudiera proveer mejor a sus ciudadanos.
En gran medida, esta estrategia funcionó. Asia y Europa no solo se recuperaron de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, sino que alcanzaron una época dorada de crecimiento económico. Entre 1961 y 1970, las economías desarrolladas crecieron a una tasa robusta del 5.0% anual. Se ensancharon las clases medias, se incrementó la población y se tejieron redes de seguridad social en parte gracias a los logros de economías menos avanzadas, en las que las transferencias de tecnología, la inversión privada y las ayudas propiciaron un crecimiento promedio del 5.5% anual.
La convergencia se aceleró a finales del siglo xx. De 1995 a 2015, un periodo que el economista Steven Radelet denomina “el gran auge”, el PIB de los países en desarrollo creció, en promedio, un 4.7% anual, mucho más que en los avanzados. Gran parte de esta bonanza se debió a China y a otros países del este de Asia, pero también a los grandes avances en África y Sudamérica. En el mismo periodo, más de mil millones de personas salieron de la pobreza.
A pesar de ese progreso, las necesidades del mundo en constante cambio no favorecen la agenda de desarrollo mundial. Las crisis transnacionales, como las pandemias, las recesiones económicas mundiales y el cambio climático, han hecho estragos en la vida de los más vulnerables. El mundo se ha interconectado más y, con ello, el crecimiento se ha disparado, pero muchas personas han quedado expuestas a esas crisis. El PIB de algunos países ha seguido aumentando, incluso cuando muchos de sus ciudadanos carecen de servicios médicos, educación, alimentos y otros elementos esenciales.
Debido en parte a este desarrollo, el mundo de hoy no tiene que preocuparse tanto porque algún Estado fascista o comunista quiera iniciar la tercera guerra mundial, pero de las vulnerabilidades de este orbe interconectado emanan riesgos internacionales más graves y urgentes. El mal gobierno en un Estado fallido puede desestabilizar regiones enteras y servir de refugio a terroristas, como ocurre en Afganistán. Los choques económicos internacionales, como la crisis financiera de 2008, pueden causar una inseguridad alimentaria inmediata y generalizada en muchos países de ingreso bajo. Y la insuficiente inversión pública en atención médica propicia que patógenos contagiosos desestabilicen regiones e incluso al mundo entero, como el sida, el ébola y el zika en las últimas décadas.
Los expertos en desarrollo han respondido a estos desafíos centrándose en la “seguridad humana”, es decir, orientando el desarrollo a la prosperidad de los ciudadanos individuales más que de los países. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) define la seguridad humana como la de personas que viven “sin temores ni miseria” y disponen “de iguales oportunidades para disfrutar todos sus derechos y desarrollar plenamente su potencial humano”. En ningún lugar es esto más patente que en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU, diecisiete metas específicas para acabar finalmente con la pobreza y mejorar la salud, la educación, la equidad de género y la sostenibilidad ambiental para 2030. Los ODS recibieron la aprobación de dirigentes mundiales en 2015 y reflejan no solo el éxito del desarrollo, sino también sus grandes pretensiones y alcance.
Ahora bien, el modelo de desarrollo mundial era demasiado limitado, estático, estadocéntrico y carecía de recursos suficientes para concretar esta iniciativa histórica. Las instituciones de Bretton Woods, por mucho tiempo pilares del crecimiento y la estabilidad, se fondean con recursos de unos Estados para beneficio de otros. Por ende, si un gobierno de ingreso bajo o medio no puede o no quiere atender los problemas que enfrentan personas y comunidades vulnerables, estas necesidades muchas veces quedan insatisfechas. O si una economía avanzada objeta los planes de desarrollo de un Estado o una región, a menudo se retrasan o no se financian por completo. Por lo anterior, en esta época de problemas transnacionales acelerados, la labor de las instituciones se ha reducido a cumplir misiones heredadas y, por lo general, carecen de recursos y flexibilidad para hacer más.
Mercados, gobiernos y multinacionales no han podido resolver por su cuenta ciertos problemas transnacionales. Aunque las asociaciones público-privadas han subsanado medianamente bien algunas de esas deficiencias, sobre todo en el terreno de la salud pública, aún no se han podido repetir esos logros a una escala mayor. El Plan de Emergencia del Presidente de los Estados Unidos para el Alivio del Sida, junto con el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, reunieron a farmacéuticas, expertos en salud pública y funcionarios de distintos países para ayudar al mundo a cambiar el curso de un virus enormemente disruptivo.
Además, la Alianza Mundial para Vacunas e Inmunización (GAVI) congregó al sector privado, gobiernos y científicos para inmunizar a 822 millones de niños en 77 países en los últimos 20 años. Lamentablemente, estas asociaciones y sus éxitos son pocos y esporádicos. Por ejemplo, a pesar de los nuevos avances tecnológicos, ni los mercados ni los gobiernos han podido proporcionar un suministro confiable de electricidad en todo el mundo. En 2018, 800 millones de personas aún vivían en la oscuridad.
El sistema también se ha visto obstaculizado por uno de sus éxitos. El ascenso de China fue posible gracias a un sistema económico mundial que promovió la convergencia, pero el propio modelo económico de desarrollo internacional de ese país no siempre se ha adaptado considerando las lecciones aprendidas en los últimos 80 años. Mediante la Iniciativa del Cinturón y la Nueva Ruta de la Seda, instituciones chinas han fondeado proyectos enormes y muy necesarios en África, Asia Central y Europa del Este que, en muchos casos, han ayudado a distintos países a construir infraestructura indispensable, pero en otros no resultaron tan beneficiosos para la seguridad humana, debido a que pasaron por alto las mejores prácticas de endeudamiento sostenible, combate a la corrupción y protección ambiental.
La incapacidad del modelo de desarrollo mundial para abordar las realidades del siglo XXI resulta más evidente cada año. Cuando se buscó prevenir las pandemias tras la crisis del ébola de 2014 en África Occidental y se firmó el Acuerdo de París sobre el cambio climático en 2015, el mundo no destinó los recursos suficientes ni hizo las reformas necesarias para alcanzar esos objetivos. Y con la desigualdad creciente en Estados Unidos y otros países avanzados, populistas como Donald Trump, los promotores del brexit y otros obtuvieron más poder para socavar la ayuda exterior y el multilateralismo. Todo estaba listo para el desastre y la divergencia.
El mundo ya era sumamente vulnerable cuando se desató la pandemia de covid-19, pero esta acentuó la vulnerabilidad por la falta de una respuesta adecuada. El crecimiento económico mundial se contrajo un 4.4% en 2020 y para el tercer trimestre de 2021 se habían perdido otros 11 billones de dólares. Los ODS también sufrieron un retroceso. Se estima que la pandemia llevó a alrededor de 100 millones de personas a la pobreza extrema en 2021, el primer aumento en 2 décadas. Un incremento tan significativo de la pobreza pone a la humanidad casi al borde del precipicio: el Programa Mundial de Alimentos de la ONU calcula que más de 270 millones de personas están en riesgo de inanición, dos veces más que antes de la pandemia.
Aunque quizá la solidez económica no determinó qué tan bien un país mitigó los efectos de la pandemia sobre la salud y la economía en el primer año, el economista Angus Deaton señala que sin duda dictará el desempeño en el largo plazo. Según el FMI, los países avanzados, como Estados Unidos, han podido inyectar estímulos presupuestarios y monetarios a su economía equivalentes a cerca del 24% de su PIB. No así los países con menos ingresos, que distribuyeron estímulos por solo un 6% de su PIB, en promedio, ni tampoco los de ingreso bajo (menos del 2%).
La ayuda exterior ha sido insuficiente para cerrar esta brecha de recursos. Aunque los países avanzados proveyeron ayuda exterior por más de 161 200 millones de dólares en 2020, la cifra representó tan solo un 3.5% más que el año anterior y apenas el 1% de lo que esos países destinan en estímulos internos. Por otro lado, aunque el FMI aumentó sus préstamos a los países de ingreso bajo, los préstamos del Banco Mundial y otras instituciones multilaterales resultaron mucho menos cuantiosos en 2020, sobre todo en comparación con la respuesta contundente a la crisis financiera de 2008.
Estas brechas económicas no harán más que ampliarse en los próximos meses y años, ya que los países avanzados también han podido costear la compra de cientos de millones de dosis de vacunas, mientras que los más pobres han tenido que esperar o prescindir de ellas. El Fondo de Acceso Global para Vacunas contra el Covid-19 (COVAX), la iniciativa mundial para complementar los programas de vacunación de los países en desarrollo, aspira a alcanzar una tasa de vacunación de apenas el 27% en los países de ingreso bajo y medio en 2021. La cifra dista mucho de la tasa de inmunización mundial del 70% que los expertos consideran necesaria para alcanzar inmunidad suficiente para derrotar al virus. Para mediados de julio de 2021, solo el 37% de la población de Sudamérica, el 26% de Asia y el 3% de África había recibido al menos una dosis de vacuna.
Debido a la pobreza, el hambre y la enfermedad que afecta a millones de personas en todo el mundo, la inseguridad humana va en aumento. La pregunta no es si el mundo en desarrollo se atrasará todavía más respecto de las economías avanzadas, sino cuánto más e incluso si podrá recuperarse. Antes de la crisis, el FMI anticipaba que 110 economías en desarrollo y emergentes convergerían con las economías avanzadas entre 2020 y 2022. En la actualidad, calcula que 58 de esos países perderán terreno. Muchos expertos, como Kristalina Georgieva, Directora General del FMI, y Janet Yellen, Secretaria del Tesoro de Estados Unidos, han advertido acerca de “una gran divergencia”. Esto se debe a que el mundo en desarrollo ha optado por seguir como si nada ocurriera, una actitud que ya no puede permitirse.
Los ciudadanos de los países ricos no deberían tomarlo como una historia lamentable que le ocurre a la gente en países distantes. La gran divergencia constituye un riesgo enorme para todos los países.
Personas de todo el mundo se están volviendo no solo más pobres sino también menos seguras. Un dato resulta particularmente preocupante: desde 2020, otras 500 millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza, es decir, con menos de 5.50 dólares diarios. En muchas partes del mundo, son los asalariados que sustentan la pirámide económica a la que muchos aspiran a incorporarse y de la que muchos dependen para su empleo y manutención. Con tantos por debajo de ese umbral, los asalariados ya no pueden ser el motor de un crecimiento incluyente.
Sin intervenciones de desarrollo significativas, el aumento de la pobreza y el sufrimiento será un problema de décadas. Por la falta de atención médica, las personas corren más riesgo de enfermarse gravemente de covid-19 y otros padecimientos. El virus también ha transformado la economía global, y han quedado al margen quienes no pueden trabajar a distancia o carecen de electricidad o internet para conectarse. No sorprende que el mercado laboral vaya a recuperarse con lentitud en el mundo en desarrollo. La Organización Internacional del Trabajo proyecta que, en 2022, la pandemia mantendrá sin empleo a 200 millones de personas, sobre todo mujeres.
A la larga, este grado de inseguridad humana aumentará la inestabilidad mundial. Si los gobiernos apenas pueden satisfacer las necesidades de sus ciudadanos, es probable que más personas expresen su descontento o emigren a los Estados vecinos. Y hay muchos ejemplos en la historia de Estados con problemas que se enfrascan en guerras para hacerse de recursos limitados, evitar los efectos de derrama de otros Estados o, simplemente, para crear un distractor de los problemas internos.
La gran divergencia también menoscabará la respuesta mundial al cambio climático. Ni siquiera antes de la pandemia se hacía lo necesario para contener el calentamiento de la atmósfera conforme al Acuerdo de París. Los efectos climáticos se han acelerado y los más vulnerables han salido peor librados. Desafortunadamente, la contención del cambio climático requiere acciones de todos los Estados, y el mundo está demasiado dividido para alcanzar consensos fáciles. Y para que los países de ingreso bajo hagan su parte, el combate debe vincularse a las mejoras de los ciudadanos vulnerables.
A medida que las crisis transnacionales se vuelvan más frecuentes, los desposeídos del mundo caerán en un círculo vicioso. Tomemos por ejemplo el caso de Rafael Córdova, de 50 años, que vive cerca de Lima, Perú, y trabajó en el departamento de recursos humanos de un gobierno municipal antes de la pandemia. De acuerdo con The New York Times, este padre de tres hijos podía mantener a su familia, y él y su esposa esperaban gemelas cuando sobrevino la pandemia. En mayo de 2020, Córdova, como más de 2 millones de peruanos, enfermó de covid-19. Perdió su empleo, y cuando su esposa dio positivo al nuevo coronavirus, tuvo un parto prematuro y perdió una de las gemelas.
En poco tiempo, las posibilidades de esta familia tocaron fondo. Sin empleo y con la economía peruana en picada, Córdova no podía pagar la renta, ni comprar un plan de telefonía celular para que sus niños mayores pudieran seguir estudiando con la escuela cerrada ni conseguir dinero para enterrar a su hija fallecida. Al final, la familia se mudó a un terreno irregular en una colina cerca de Lima, frente a la costa del Pacífico, donde Córdova delimitó “su” predio con un cuadrado trazado sobre la tierra.
Córdova no es el único. Cuanto más persista esta gran divergencia, más tragedias personales ocurrirán. Los flagelos paralelos de la pandemia y el cambio climático afectarán más y primero a los más vulnerables. Según el Instituto para la Economía y la Paz, la crisis climática podría desplazar a 1200 millones de personas para 2050. Están surgiendo variantes más contagiosas del covid-19 y debido al bajo índice de vacunación en muchos países en desarrollo, estas mutaciones se volverán más contagiosas. La variante delta ya afecta a los países sin vacunar y pone en riesgo la recuperación de los países avanzados. Esa mutación u otra podría matar a millones de personas y echar por tierra toda la inversión y el esfuerzo dedicado a acabar con la enfermedad.
Cuando Roosevelt y Churchill escribieron la Carta del Atlántico, sabían que debían ver más allá de la crisis inmediata para sentar las bases de un futuro en paz. Los dirigentes de la actualidad deberían manifestar esa misma ambición y previsión. No solo deben aspirar a terminar la pandemia, sino hacer que la fase posterior se extienda lo suficiente para evitar otra crisis transnacional.
Los países del mundo deben impulsar una carta del covid-19 que deje en claro que las crisis transnacionales que afectan a los más vulnerables constituyen el mayor riesgo a corto plazo para la estabilidad internacional. La carta debe dar prioridad a la seguridad humana en la agenda de desarrollo del siglo xxi. Es la única manera de responder eficazmente a la pandemia y al cambio climático, que pueden afectar a los vulnerables sin importar si viven en Lima, en Lusaka o en Lincoln, Nebraska.
Mientras la pandemia siga causando estragos, quizá parezca imposible alcanzar una cooperación tan decidida de los países. El populismo y el nacionalismo ya se estaban fortaleciendo antes de que el mundo supiera del sars-cov-2 y sus defensores sin duda se opondrán a los nuevos compromisos internacionales. La competencia entre Estados, sobre todo entre China y Estados Unidos, podría distraer la atención internacional y ocasionar que el mundo deje pasar este momento crucial para una acción concertada.
Pero no es momento para ceder a la desesperanza. Distintos sucesos políticos han abierto una oportunidad para tomar medidas enérgicas y necesarias para terminar con esta gran divergencia. En Washington, Biden ha mostrado su firme compromiso y su capacidad para liderar al mundo. El impulso de su gobierno a la donación internacional de vacunas y a la acción multilateral ha resultado esencial para los avances recientes en la respuesta a la pandemia. China también apuesta con fuerza a su liderazgo mundial y su habilidad para enfrentar la pandemia podría ser reveladora de su capacidad para asumir ese papel. Los dirigentes europeos quieren ver resultados en el combate al cambio climático para impedir una catástrofe.
Por otro lado, la pandemia ha evolucionado. Los países avanzados tal vez ya vacunaron a buena parte de sus ciudadanos, pero no pueden ignorar la amenaza de nuevas variantes del virus gestadas en el extranjero. Los mercados de valores registran caídas en cuanto se detecta una nueva mutación y cada día es mayor el riesgo de que surja una cepa más contagiosa y mortal. Un análisis realizado por la Rockefeller Foundation, la cual presido, apunta a que, de no vacunarse un porcentaje suficiente de la población en los países emergentes y en desarrollo (lo que podría tardar otros 18 meses o más), es entre cuatro y seis veces más probable que surjan variantes tanto en esos países como en los más vacunados. Hasta que la pandemia no termine en el mundo en desarrollo, cualquier recuperación en los países avanzados será frágil. Los dirigentes de los países ricos pueden promover la ayuda al desarrollo como una inversión para proteger a sus propios ciudadanos y su economía de un resurgimiento de la pandemia.
Para proteger a todos de la doble amenaza de la pandemia y el cambio climático, el mundo debe comprometerse con una carta del covid-19 a favor de acciones decididas y mensurables que impulsen la seguridad humana. Lo primero es reiniciar la convergencia: urge cerrar la multibillonaria brecha de recursos entre las economías en desarrollo y emergentes y el resto del mundo.
Una carta del covid-19 debe incluir por lo menos cinco compromisos. Primero, las economías avanzadas deben acordar que dedicarán por lo menos 1% de su PIB a ayuda exterior. La asistencia al desarrollo aumentaría cerca de 100 000 millones de dólares y se revertiría la perjudicial tendencia política de los países, como vimos recientemente en el Reino Unido, a renunciar a sus compromisos previos de ayuda. Esta nueva iniciativa abogaría por la sostenibilidad ambiental, el combate a la corrupción y la promoción de oportunidades reales de empleo en las economías locales.
Segundo, tal compromiso de ayuda exterior de los países desarrollados podría incorporarse a un acuerdo marco en el que las economías en desarrollo se obligaran a fortalecer sus propias capacidades. Los dirigentes en los países de ingreso medio y bajo deben asumir la responsabilidad de vacunar a su población y reconstruir una economía incluyente. También la de movilizar muchos más recursos propios. En los países de ingresos bajos, el ingreso público promedio es de menos de 14%, mientras que no llega a 20% en los de ingresos medios. Con la carta, se propondría un objetivo de por lo menos 25%, lo que, en combinación con el crecimiento económico continuo, reuniría fondos de billones de dólares durante varios años para proteger a las poblaciones vulnerables.
Tercero, los accionistas de las grandes corporaciones y los directores de las instituciones deben comprometerse a reinventar la arquitectura de Bretton Woods para enfrentar esta doble crisis. Durante las gestiones recientes para aumentar la ayuda de emergencia a Afganistán, Somalia, Sudán del Sur y África occidental, las instituciones de Bretton Woods no pudieron innovar en la escala apropiada ni con la urgencia necesaria. Lo mismo ha ocurrido durante el último año. Sin embargo, con un liderazgo enérgico y reformas creativas, estas instituciones pueden resultar fundamentales para poner fin a la gran divergencia. Bajo la dirección de Georgieva, el FMI ha sido una de las organizaciones más flexibles durante la pandemia y tiene un plan para emitir 650 000 millones de derechos especiales de giro, que aumentarían las reservas oficiales de los países miembros. Si sus tenedores acceden a lo que se conoce como “reciclaje”, estos derechos podrían representar apoyos por 100 000 millones de dólares a la vacunación y al saneamiento ambiental. Y mientras exista la gran divergencia, el FMI podría aplicar este mismo método para inyectar más liquidez a las economías en desarrollo.
Los recursos del Banco Mundial y de otros bancos de desarrollo multilaterales también deberían asignarse con más decisión. En esta época de tasas de interés en mínimos nunca vistos, esas instituciones financieras podrían recabar y prestar un billón de dólares más si modernizan sus requisitos de solvencia para poder aumentar el endeudamiento. Por otro lado, al aceptar soluciones de financiamiento innovadoras (por ejemplo, obtener recursos frescos de donantes públicos y privados mediante promesas y subvenciones), estas instituciones podrían ofrecer a sus prestatarios términos más atractivos que sus productos comerciales habituales. Estas iniciativas y otras permitirían a los bancos colocar mejor los recursos privados para cumplir su misión.
Cuarto, los grandes filántropos y empresas privadas deberían comprometerse a colaborar con los gobiernos para ayudar a vacunar al mundo y avanzar en la recuperación del medio ambiente. En las últimas décadas, las asociaciones público-privadas han resultado muy hábiles para solucionar problemas mundiales y corregir las fallas del mercado. Para enfrentar estas crisis y prevenir otras, es necesario reforzar estas asociaciones y aprovechar plenamente los últimos adelantos de la ciencia, la tecnología y la innovación a favor de los más vulnerables, que siempre son los últimos en beneficiarse.
La GAVI ya ha cumplido un trabajo excelente en la vacunación infantil en todo el mundo, y ahora su margen de acción debería extenderse a la producción y distribución de las vacunas requeridas para terminar la pandemia. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud, filántropos y entidades privadas deberían contribuir a prevenir pandemias futuras mediante la integración de datos epidemiológicos y médicos y la creación de un sistema de alerta y respuesta temprana. Harán falta más colaboraciones público-privadas bien fondeadas para que se transformen los sistemas mundiales de alimentación y para que la electrificación universal no dañe el clima.
Uno de los grandes avances de las últimas décadas son las mejoras en la medición y la rendición de cuentas. Por eso, en quinto lugar, todos los firmantes de la carta del covid-19 deben comprometerse a que sus datos y resultados se midan en consonancia con los principios acordados en el Foro de Alto Nivel sobre la Eficacia de la Ayuda, celebrado en 2011 en Busan, Corea del Sur, y a que el g-7, el g-20 y el Consejo de Seguridad de la ONU le den seguimiento regularmente al trabajo de esos países.
De concretarse una carta del covid-19, con una cifra de quizá cientos de miles de millones de dólares, relativamente pequeña dadas las dimensiones del desafío, se conseguirá una ayuda equivalente a billones de dólares para las comunidades más vulnerables. Tal inversión representaría un nuevo compromiso transformativo con la seguridad humana y los derechos especiales de giro que daría a los pueblos y los países la oportunidad de sobrevivir y prosperar en los años venideros.
El mundo aún se encontraba a la mitad de una crisis cuando Roosevelt y Churchill regresaron de Terranova con el compromiso de mejorar las cosas. Después de 80 años, los dirigentes mundiales de nuevo pueden promover la convergencia y cooperar para reducir las necesidades y el miedo. Tras la cumbre del g-20 en el otoño de 2020 en Roma, no se puede perder ni un momento para empezar a trabajar en la puesta en marcha de esta iniciativa diplomática.
La época actual presenta riesgos inmensos y el camino del mínimo esfuerzo podría tener consecuencias existenciales. Pero también, por primera vez en mucho tiempo, hay una oportunidad real. Con los pasos que ya ha dado el gobierno de Biden, ahora es posible imaginar el fin de la pandemia y de la gran divergencia. Si toma medidas Intrépidas ahora, Estados Unidos puede liderar al mundo en su recuperación de la crisis actual y abonar el terreno para un futuro más duradero, próspero e inclusivo.
No hay que olvidar a Córdova, en un país abatido por la pandemia y enormemente amenazado por el cambio climático. Si estas iniciativas se promulgaran, podría recibir una vacuna antes de que la siguiente variante llegue a Sudamérica. Podría costear la conexión a internet de su celular para que él regresara al trabajo y sus hijos a la escuela. Y al concretarse los proyectos para desacelerar el cambio climático, evitaría incluso tener que emigrar y paliaría las dificultades económicas.
Acaso la vida de una persona parezca insignificante en el contexto de la historia, pero Córdova es un recordatorio de los beneficios de mejorar la seguridad humana en todo el orbe. Como la Carta del Atlántico, una carta del covid-19 representaría una esperanza para él y millones de necesitados en una de las peores crisis en casi 80 años. Si se pacta, los compromisos de la carta no solo darían a estas personas lo necesario para sobrevivir al sars-cov-2, sino que marcarían el comienzo de una nueva era de cooperación mundial para volver a promover la convergencia y garantizar los derechos básicos de todos los individuos, y no sufrir necesidades ni miedos.